jueves, 13 de mayo de 2010

Manhattan, apartment 42.

Hoy me he enterado de que ha muerto. Era viuda y hacía muchos años que no vivía en el piso, la verdad es que no sé que fue de ella hasta hoy. Pero empecemos por el principio.

Recuerdo el día que nos mudamos cuando yo tenía siete años. Nos largamos de aquel barrio buscando algo mejor. Era un bloque de apartamentos, tres vecinos por planta. Recuerdo el día que conocimos a los que serían nuestros futuros vecinos, unos eran un matrimonio joven como mis padres, y los otros eran un matrimonio mayor y sobre ellos trata toda la cuestión, una agradable pareja de ancianos, ahora los recuerdo con añoranza pero en aquel momento me inspiraron miedo, sobretodo la mujer, bajita y rechoncha con su piel arrugada y sus ojos hinchados como bolsas y llenos de ojeras. De él, su marido, tengo mejor recuerdo, era un hombre simpático, siempre que lo miraba tenia una tonta sonrisa en la cara, me inspiraba confianza, bondad y humildad, aunque si lo hubiera conocido ahora seguramente pensaría que era estúpido.

A veces coincidía con el anciano en las escaleras del edificio cuando llegaba del colegio, me miraba con su sonrisa y se sacaba del bolsillo una moneda que me regalaba. Yo entonces no sabía para qué quería monedas ni sabía qué hacer con ellas, así que se las daba a mi madre o me las guardaba en el pantalón y zanjaba así el problema.

Mis padres y ellos se llevaban bien, tanto que a veces comíamos juntos los sábados, ellos venían a casa o nosotros a la suya, total, compartíamos puerta con puerta. Los ancianos invitaron un día a sus hijos que tenían la edad de mis padres y éstos a su vez, una hija de mi edad. Recuerdo cuando me la presentaron, me puse rojo como un tomate y no supe qué decir. Ya desde pequeño empezó a dárseme mal aquello de tratar con mujeres. Era una niña muy guapa, rubia, con grandes ojos azules, era algo nuevo para mi, nunca nada había atraído mi atención de aquel modo. Con el paso del tiempo nos hicimos amigos.

Esperaba ansioso cada sábado para volver a verla. En las comidas cuando nos daban permiso para levantarnos de la mesa nos íbamos a jugar, nos escondíamos, corríamos, saltábamos o chillábamos como locos, todo valía, todo estaba permitido.

Un día en casa, mis padres recibieron una llamada, eran los hijos de nuestros vecinos la pareja de ancianos. Al hombre mayor le había dado un infarto mientras dormía y se encontraba en el hospital, decían que le habían tenido que operar y le habían puesto un marcapasos. Yo no sabía muy bien qué era eso del marcapasos así que se lo pregunté a mi padre. Me dijo que era como las manecillas que hacen funcionar un reloj.

Pasó un tiempo hasta que el hombre volvió a su hogar, quizás solo fueron unos días pero a mi me pareció bastante tiempo. Y aún tuvieron que pasar unos días mas hasta que me lo volví a cruzar en las escaleras. Recuerdo que ya no sonreía como antes, pero seguía habiendo bondad y humildad en su mirada. Yo esperaba escuchar el tic tac de las manecillas del reloj de su marcapasos pero no escuché nada. Me empeñé en eso un tiempo y cada vez lo veía afinaba el oído para escuchar el tic tac, pero nunca tuve éxito. Nunca hablé con nadie de aquello, era una misión en solitario.

Pasaron las semanas y todo pareció volver a la normalidad, los sábados volvíamos a juntarnos para la comida y yo volví a ver a aquella niña que absorbía mi atención. Un día, mientras la miraba sentí que el anciano me observaba a su vez, me giré y vi que estaba en lo cierto, me topé con sus ojos y vi en ellos que sabía lo que sentía por su nieta, entonces sonrió, y volví a ver aquella sonrisa que siempre tenía, aquella sonrisa que un día perdió. Aquel hombre era el único que sabía de mi secreto para con su nietecita, era mi cómplice. Le devolví la sonrisa.

Una tranquila tarde, estando con mis padres en casa sonó la puerta, primero levemente, luego mas fuerte. Mi madre se levantó corriendo a ver quien era, y yo detrás. Al abrir la puerta se encontró a nuestra vecina la señora mayor. Estaba llorando y no se entendía lo que decía, mi padre acudió con nosotros y calmó a la mujer. La señora nos dijo que su marido había fallecido esa misma mañana. Yo me quedé blanco. Nos contó que se levantaron por la mañana como un día normal, que desayunaron juntos en el piso y después él se retiró al servicio, que pasó un rato esperando que saliera y al ver que no salía acudió en su busca, nos dijo que tocó la puerta del bañó y le preguntó si estaba bien pero que no hubo respuesta, el hombre se había cerrando por dentro y la mujer nos dijo que no podía abrir la puerta y que se puso mas nerviosa, nos contó que lo llamó gritándole y golpeando la puerta, pero que no hubo manera, no sé como consiguió tirar la puerta abajo, pero dijo que cuando consiguió entrar se lo encontró sentado en el retrete con la cabeza ladeada y los brazos colgando a ambos lados, y que para cuando llegó la ambulancia ya era tarde.

No fui consciente de la muerte del anciano hasta que pasó el tiempo, hasta que dejé de encontrármelo en las escaleras, hasta que su nieta no volvió a su casa ni nos juntábamos para comer los sábados, no fui consciente de su muerte hasta que me di cuenta de las cosas que había perdido. Aquel hombre, el único que sabía lo que sentía por su nieta. Jamás se lo contaría a nadie. También comencé a echar en falta el dinero que me daba, aquellas monedas con las que no sabía qué hacer, era como si me faltase algo y no sabía muy bien el qué.
Pero el tiempo pasó. Crecí y fui olvidando todo aquello poco a poco, casi sin darme cuenta.

Me contaron que la mujer abandonó el piso, que no podía seguir viviendo allí donde su marido había fallecido, aquel piso se convirtió en un piso vacío. Nunca entraba ni salía nadie, nunca se escuchaba movimiento, nunca hubo nada más allí. Solo silencio.

Hoy, 38 años mas tarde me he enterado que ella también ha fallecido, dicen que estaba viviendo con la hija de su marido y con la nieta, que ella la cuidaba. Dicen que como cada noche su nieta y ella vieron la serie que a ambas le gustaban, que después la acompañó a la habitación, que se durmió pero al día siguiente no se despertó, Dicen que tuvo una muerte dulce, que no sufrió ni se dio cuenta de nada, que estaba tranquila y todo fue muy natural.

Hoy he salido de casa y al pasar por la puerta del piso vacío he visto un cartel de "se vende".

5 comentarios:

Castorin dijo...

Bonito y emotivo relato, Jesse.

Un abrazo, nos leemos.

Raúl dijo...

Los sentimientos suelen ser un paréntesis, la vida siempre continúa.

Elena dijo...

Gente que parece que no está, hasta que se va.

elena dijo...

Muy lograda la voz de la melancolía. Entrañable.

Miguel Baquero dijo...

Qué relato más sencillo, más bonito y más bien contado. Creo que logras emocionar (conmigo al menos lo has conseguido) y eso es lo más difícil en los cuentos. Enhorabuena, me ha parecido fantástico