lunes, 27 de septiembre de 2010

La Lonja.

Eran las siete de la mañana. Septiembre estaba acabando, llevándose consigo el verano. Las vacaciones definitivamente habían acabado, los niños volvían a las escuelas y los adultos al trabajo, los que contaran con la suerte de tener uno. Muchos empezaban el trabajo con miedo, pensando que en cualquier momento podrían tirarlos a la calle.

Yo me encontraba sin nada que hacer, sin trabajo y soñando constantemente con gaviotas sobrevolándome, empleaba mi tiempo en beber cerveza, era lo único que me mantenía en pie. Me había pasado medio año trabajando en el puerto, en una fábrica de pescado, pero hacía cosa de un mes que me habían despedido. Recuerdo cuando me presenté al puesto de trabajo, un conocido me consiguió la entrevista, decía que necesitaba algo en lo que emplear el tiempo que no fuera beber cerveza, así que me arrancó del sofá en el que llevaba meses postrado y me obligó a presentarme una mañana en aquella fábrica.

Pasé la entrevista sin complicaciones y empecé a trabajar ese mismo día, me facilitaron unos guantes de goma que cubrían todo el antebrazo y un delantal, también de goma, como los que llevan los carniceros, y por último una mascarilla. Parecía una especie de cirujano psicópata. Mi labor consistía en separar las cabezas del resto del cuerpo de los pescados que constantemente nos llegaban, era un trabajo desagradable, pero me pagaban por ello.
Todo estaba siempre lleno de sangre, y en el ambiente flotaba un olor nauseabundo a pescado muerto que se quedaba pegado en el cuerpo y te acompañaba a todas partes, no había forma de deshacerse de aquel olor.

Los primeros días en la fábrica los pasé fatal, cada cinco minutos necesitaba ir al baño a vomitar, en realidad nunca me acostumbré a aquel olor, simplemente aprendí a controlar las arcadas. Los demás trabajadores se miraban y sonreían entre ellos cada vez que necesitaba correr hacía los baños, pero nunca me importó. Aún hoy tengo arcadas cuando recuerdo aquel olor.

También tuve varias pesadillas con las gaviotas, su graznido era el único sonido que te acompañaba durante las diez horas de la jornada laboral. Sobrevolaban la fábrica atraídas por el olor a pescado muerto. Recuerdo un sueño en el que las gaviotas entraban en la fábrica, primero una rompía el cristal de las ventanas lanzándose contra él, y acto seguido entraba una bandada rabiosa de gaviotas que se abalanzaban contra mi, me picoteaban todo el cuerpo y me hacían pequeñas heridas, me tiraban del pelo con sus patas y yo era incapaz de defenderme. Desde entonces tuve la sensación de que las gaviotas de la fábrica me observaban, vigilando mis movimientos.

En aquella fábrica me sentía como un asesino, rodeado de sangre, el suelo era un gran charco rojizo que todos los empleados chapoteábamos cada vez que dábamos un paso, siempre acabábamos con los guantes de goma y el delantal pringados de sangre, parecíamos carniceros, siempre acabábamos la jornada cubiertos de sangre de pescado muerto. Una noche se me ocurrió volver así a casa, sin cambiarme. Me imaginaba andando por el muelle con aquel atuendo, seguro que la gente pensaría que acababa de cometer un cruel asesinato y huirían asustadas, me imaginaba llegar a casa y cruzarme con algún vecino por la escalera, su cara de espanto no tendría precio. Pero jamás lo hice, nunca encontré el momento oportuno, además las gaviotas estaban vigilándome constantemente y debía tener cuidado con lo que hacía.

Cada día, a la hora del almuerzo, salíamos al puerto, para refrescarnos del espantoso calor y respirar aire limpio. Yo observaba el mar, su inmensidad, pensando en quien mas, al otro lado, estaría contemplando ese mismo mar, mientras mis compañeros hablaban de sus mujeres y sus insulsas vidas. Otras veces me dedicaba a observar a las gaviotas sobrevolar la fábrica, mientras nos vigilaban desde las alturas, deseosas de entrar a la fábrica y devorar todo el pescado. Ellas sabían que yo conocía sus intenciones, y que me vigilaban. Las observaba con el ceño fruncido y con el puño levantado deseando que una tormenta repentina diera paso a un relámpago que las fulminara. El resto de trabajadores me miraban como si no entendieran qué estaba haciendo, a veces los escuchaba susurrar cosas como: está loco, es un enfermo o es un maníaco. Pero nunca les dí importancia, tenía otras prioridades que acaparaban toda mi atención.

Un buen día, a finales de junio, me encontraba en la fábrica cumpliendo mi labor, separando cabezas de cuerpos, con las manos y el delantal pringados de sangre, estaba todo demasiado en silencio, no se escuchaba ni el graznar de las gaviotas, eso me extrañó, cuando de pronto graznó una y luego otra vez silencio, eso me puso alerta, y de nuevo otro graznido seguido de otro silencio. Poco a poco se escucharon mas y mas graznidos, supe entonces que las gaviotas habían montado un ejército y que estaban decididas a entrar en la fábrica para destruirnos a todos y comerse el pescado. Me quedé paralizado y miré con los ojos muy abiertos al resto de trabajadores, pero parecían no darse cuenta de la complicada situación en la que nos encontrábamos, así que tuve que auto proclamarme líder del grupo, mi primera decisión fue cerrar por completo puertas y ventanas para impedir que entrasen nuestras atacantes. Mi grupo me miraba boquiabierto sin comprender que estaba haciendo, e incapaz de reaccionar, menos mal que ahí estaba yo para protegerlos.

De pronto se escuchó un golpe, y luego otro mas fuerte. Eran las gaviotas abalanzándose contra los cristales de las ventanas, para romperlos y dar paso al batallón de ataque. Por un momento el miedo se apoderó de mi. Mi grupo era incapaz de reaccionar ante aquella situación, estaban en peligro, comprendí que lo que principalmente buscaban las gaviotas era el pescado, así que tuve que tomar una decisión.

Abrí la puerta principal y comencé a sacar cajas y cajas de pescado muerto, para impedir que las gaviotas entrasen a la fábrica, saqué una caja tras otra y en un momento había sacado todo el trabajo de la mañana. Las gaviotas se estaban amontonando sobre las cajas, preparando un ataque, así que comencé a lanzarles las cabezas de los pescados, lancé cabeza tras cabeza como un poseso. Logré impactar a alguna gaviota que caía en picado contra el suelo, otras lograban sobreponerse y mantener el vuelo. En un momento dejé todo el muelle lleno de sangre de pescado, las cabezas impactaban contra la acera, contra paredes y cristales, las gaviotas volaban enloquecidas de un lado a otro. Alguna cabeza impactó contra la gente que caminaba por allí y las gaviotas se abalanzaban hacia ellas, pero en toda guerra siempre hay daños colaterales. Yo les gritaba furioso: -¡¿Esto es lo que queréis!?, ¡venid a buscarlo!. Las gaviotas graznaban mas y mas fuerte, furiosas ante mi desparpajo y valentía, alguna osó abalanzarse sobre mí, pero yo las golpeaba con los puños para quitármelas de encima, era un digno adversario y me defendía como un héroe.
La gente no hacía mas que chillar, asustadas ante la guerra que se había desatado, corrían histéricos de aquí para allá, yo era el único capaz de hacer frente a las gaviotas.

De pronto, mi grupo reaccionó, me agarró, intentaban inmovilizarme, yo les dije que era el líder, que no tenían derecho a quitarme el poder, que el enemigo estaba fuera reagrupándose, pero no me hicieron caso y consiguieron meterme de nuevo en la fábrica, mientras, fuera, escuchaba el graznar victorioso de las gaviotas.

Apareció el encargado, ignorante de lo que estaba aconteciendo ahí fuera, intenté explicárselo todo para que se pusiera de mi lado, tenia la esperanza de convencerlo y ya nos imaginaba a los dos mano a mano contra las gaviotas, lanzándoles cabezas de pescado y acabando con ellas. Por desgracia no conseguí hacerle ver la situación y acabó por despedirme. Maldito ignorante, fruncí el ceño y alcé el puño proclamando venganza.

Ahora, varios meses después, me dedico a pasear por el puerto durante las mañanas, desayuno en alguna cafetería y me siento en un banco frente al mar mientras leo el periódico, a veces ocurre que escucho un graznido, levanto la mirada del periódico y observo como me sobrevuela una gaviota, sé que es una superviviente de aquella batalla, y sé que me reconoce y me recuerda mi derrota. Es entonces cuando alzo el puño al cielo y las maldigo en silencio.

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